Miraba la butaca blanca en la que suelo leer. Así es como me ven, pensaba, un hombre amparado por una luz de sesenta vatios que cae en forma de cono. Ver la butaca vacía es como ver el hueco exacto que ocupo en el mundo. Este soy yo. Si alguien hiciera un bizcocho con mi forma debería usar este molde. Hay generales de hace cientos de años que duermen en las plazas y no parecen cansarse de su gloria, a juzgar por la forma de espolear al caballo o la determinación de uno de sus brazos, el que apunta siempre a la batalla. Todos tenemos un lugar. Muchos están en el pasado, como abrigos que nadie recogió de un guardarropa. Pero otros son presente, tanto que a veces nos ganan en esa carrera tonta y diaria que le gusta celebrar al tiempo. Un hombre. Una butaca. Un héroe de bronce en un parque helado. Un general muerto que dirige el tráfico de los que vuelven a casa buscando su lugar. Deberían existir más estatuas de bizcocho.
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Soy maestra y me quedé en paro, dijo, plantada en medio del vagón. El resto estábamos pegados a nuestras vidas que en ese momento deseaban fluir entre la luz de los móviles, una intimidad acogedora en la que nadie colgaría un cartel que pusiera Hogar de los valientes, pero que servía para eludir cualquier responsabilidad de lo que ocurre fuera. Soy maestra y hace un mes que me desahuciaron. Tengo dos hijos. Preferíamos pensar que aquella voz salía de alguna de las fotografías que veíamos, o de la cantante de un vídeo que de pronto le hubiese dado por parar la canción y decir la verdad, o quizá el discurso inesperado de uno de los caramelos de colores que al emparejarse en trío desaparecían y dejaban paso a otros que seguían hablando. Sé que a nadie le gusta escuchar esto, pero imagínense la vergüenza de verme aquí pidiendo ayuda. Afuera iban pasando los chalets adosados y las tapias grafiteadas y los matorrales con sus ridículas boinas de hielo y los coches lentos circulando por calles desiertas y una capa de sol muy débil que pretendía darle un sentido a todo eso, cierto aspecto de paquete capaz de contener dentro un buen día para cualquier vida. Antes de llegar a la siguiente estación, la mujer se apoyó en la barra junto a la puerta y suspiró. Como estaba sentado a menos de un metro pude ver la humedad de sus ojos y cómo inclinaba la cabeza hacia atrás para contener las lágrimas. Las puertas se abrieron y desapareció. Las luces de todos los móviles seguían encendidas. Yo me metí en la mía recordando las veces que de niño entraba en una iglesia y veía la luz roja del sagrario, y quizá esperando esta vez encontrar a alguien allí para pedirle explicaciones.
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Me gusta no conducir, ir a tu lado y a veces imaginar que estamos en Inglaterra y que en ese momento yo sería el de las manos en el volante y tú la que me mirarías. De vez en cuando leo noticias que hablan de coches autoconducibles. Me gusta que especulen con eso. Creo que todos deberíamos hacerlo más: lanzar los dados al aire sin dar explicaciones y jugar a lo que vendrá y a quiénes seremos cuando todo eso pase. Será como ir en un banco del parque que avanza entre el paisaje. Tú y yo sentados, fumando, viendo venir y marcharse las cosas, ¿de qué me suena eso?, como cuando volvemos anocheciendo de comprar algo y las naves blancas con sus nombres luminosos se quedan mirándonos a los lados de la carretera con aspecto de haber sido aplastadas por una demostración extra de la fuerza de la gravedad, rabiosas por no tener un lenguaje emocional como el nuestro y sólo listas de precios y frases hechas y fotografías deleznables de otras personas a las que pagaron por sonreír. Este mundo es asqueroso, pero cuando voy en coche contigo tengo la sensación de que alguien en algún sitio envidia nuestra fragilidad.
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A veces pienso que las cosas se dividen en las que duran y las que no. Echo las monedas a la máquina y espero a que baje el vaso con el café caliente. Del otro lado del ventanal, a lo lejos, parece que la niebla lo abrace todo: los coches mal aparcados sobre la tierra, los árboles bajos que actúan como personas verdes muy obesas pidiendo ayuda en una película muda, la cara reflectante de ese otro edificio blanco que lo observa todo con imparcialidad. Las cosas que duran y las que no. A mi alrededor revolotean personas de veinte años. Sus cafés tardan más en salir porque la máquina sabe que tienen más tiempo. Tratan al fin de semana como se merece: un juego de sobremesa que despliegan ansiosos en corro. Estamos aquí, dicen señalando con el dedo. ¿Dónde estoy yo? Me dan ganas de acercarme y preguntarlo, pero creo que su tablero no reconocería mi dedo o lo rebotaría hacia la niebla. Cosas que duran y cosas que no. En media hora los árboles bajos dejarán de ser actores y volverán a su vida diaria. Es viernes. Lo debe poner en alguna parte. La máquina lo sabe. Mi café aparece como salido del ascensor de una nave espacial barata. Vuelvo a mi despacho. Paso por una hilera de carteles con mensajes que escribí yo. El tiempo es un consumible más, como los cartuchos de tinta gastados que hay en la caja de cartón junto a la impresora.
LUIS ACEBES
(Madrid, 1966) trabaja en el sector de la publicidad como creativo. Ha publicado los libros Música ligera (Editorial Poesía eres tú, 2008) y Explosiones nucleares en una caja de zapatos (Vitruvio, 2013). .Los días del mundo es su tercer libro, que verá la luz en breve publicado por Karima Editora. Dueño de un estilo minucioso, atento a los recovecos de las palabras tanto como de las emociones que éstas plasman, Acebes sintetiza de un modo magistral la narración de los acontecimientos de la vida cotidiana con la descripción de cada ínfimo eco que provocan en su interior, implicando al lector en una lectura cómplice y parsimoniosa, muy de agradecer en estos tiempos que corren, corren, y se nos llevan. Comparte sus escritos de manera habitual en su blog personal.