EMOTIVISMO COMPULSIVO
"Me emociono, luego existo", parece ser la divisa de los tiempos. El emotivismo se ha convertido en la nueva plaga. En una sociedad racionalista, dominada por el cálculo en todos los órdenes de la vida (la informática no sería más que la expresión final y cronificada de este fenómeno), la dictadura de la emoción se ha convertido en una marea negra que amenaza con invadirlo todo. Todos nos quieren emocionar, conmover, removernos las entrañas. Si algo no te emociona, no vale nada...
El arte -que en otra época fuera territorio privilegiado del conocimiento verdadero-, vive ahora un estado caído por culpa del emotivismo rampante que se observa en todos los órdenes de la vida. Da igual el tema o la técnica que uses: úsalo para emocionar al lector, ese niño mimado, ese corazón inerte que exige que le emocionen continuamente, una y otra vez. Porque, ay, ese es el drama: que como, de por sí, el homo digitalis no siente, no vibra, no vive por dentro, es ya sólo reacción a un estímulo exterior, cuya naturaleza última en realidad le trae sin cuidado. No es raro que el arte ya sólo sea una rama más de la publicidad, incluso de la propaganda.
Atrás quedaron las emociones como eco de una reverberación profunda, como signo de una consecución real. Ya nada conduce a nada, todo arde y se consume en la ilusión instantánea de un espejismo fugaz. Inmersos en el estatismo lacerante de una existencia completamente regular y regulada, la emoción, lejos de informarnos del estado de nuestras capacidades, ya sólo certifica que no somos nada, nadie, y que mientras esperamos al camión-escoba que se lleve nuestros restos mortales, matamos el rato consumiendo experiencias, eso sí, desde luego, sumamente emocionantes.
EL MIEDO Y SUS SORPRESAS
En los últimos tiempos, abundan los discursos que nos previenen contra el miedo. "¡No tengáis miedo!", claman los nuevos profetas. Ahora bien, ¿es el miedo una emoción malsana, un error que deberíamos evitar a cualquier precio? ¿O, por el contrario, se trata de un resorte perfectamente natural y humano, un mecanismo de anticipación de un peligro real que, llegado el caso, puede salvarnos la vida?
Pongamos un ejemplo. Preguntado antes de salir al ruedo, no hay torero (cuerdo) que no te diga que tiene miedo, ¿Cómo no va a tenerlo, si se va a plantar delante de una bestia brava de 500 kg de peso, armado de un par de pitones que te pueden dejar, en el mejor de los casos, sin un ojo? Ese miedo, convenientemente asumido y reinvertido en instinto de lucha, es el que le va a salvar la vida; de hecho, casi siempe se la salva.
Otro ejemplo. Hace muchos años, cuando ETA asesinaba en el País Vasco casi todas las semanas, recuerdo que, en un pueblo, cierto consejal de apellido Zamarreño se negaba a sustituir en su puesto a un compañero recientemente masacrado por la banda terrorista. Tenía miedo. Temía por su vida. La presión de su partido fue tal, que acabó aceptando. Al cabo de pocos días, la foto de su cadáver entre dos coches apareció en la primera página de El País. Nunca olvidaré su cuerpecito menudo tumbado en el suelo, su barba poblada, el espanto en todos y cada uno de los poros de su piel, ya exangüe. No había tenido miedo. Y había muerto.
El malogrado Zamarreño nunca se aparta de mi pensamiento, cuando oigo a los retóricos contra el miedo: "no temas, vota en liberdad": "reprime tus temores, ocupa el lugar de tu compañero asesinado". Es perfectamente equivalente. En ambos casos, una voz segura, por asegurada y libre de amenaza real, empuja hacia el abismo a un tercero exento de amparo, que es quien va a asumir el coste eventual de su apuesta aventurada.
Es por todo ello que, cuando oigo a los toreros de salón alzar sus muletas de papel contra el minotauro de los mercados, hablando despectivamente del miedo (cuando la amenaza es real y explícita, no hipotética y fantástica), analizo escrupulosamente desde dónde me hablan: si ex-cathedra, exponiendo mínimamente su orto, o a campo abierto, arriesgando su propia cabeza en el envite. Y, fíjense, casi siempre me llevo una sorpresa... o tal vez no.
EL ARTE DEL ESMERO
Llevamos tiempo oyendo hablar de las supuestas bondades del pasarlo muy mal haciendo algo. Lo llaman "cultura del esfuerzo". Desgrana la letanía: sufre mucho y alcanzarás el cielo... sacrifícate y triunfarás. Aparte del tufo cristiano que desprende esta salmodia, hay algo falaz ahí, a saber: que el valor de una empresa se mide por los centímetros cuadrados de piel que se ha dejado en ella quien la ha impulsado. Y no. Que uno lo pase muy mal haciendo algo no implica que lo que hace esté muy bien. Por el contrario, con frecuencia sucede que es un bodrio.
A la cacareada Cultura del Esfuerzo, yo voy a proponer oponerle el Arte del Esmero. Es algo muy distinto.
Primero, porque es un arte, una especie de don (no gratuito, pero tampoco al alcance de cualquiera que se lo proponga: primero hay que plantearse metas realmente elevadas, y no sólo que sean raras y/o estén lejos).
Después, porque el esmero implica esfuerzo, sí, pero también atención a los resultados. De nada me sirve que te esfuerces haciendo pifias: tienes que alcanzar metas valiosas.
En el esmero va de suyo el tiempo, la paciencia, la honestidad, la aplicación... pero, sobre todo, del esmero emergen obras necesarias, imprescindibles incluso, no porque en ellas el autor/artista/artesano se haya dejado las pestañas y la salud, sino porque de ellas se desprenden beneficios que el autor/artista/artesano ha tenido la gentileza, y el cuajo, de desenterrar, bruñir y sacar a la superficie.
Pero algo me dice que no cundirá el evangelio del esmero. No, porque tras la ideología esforzadista lo que subyace es el sempiterno credo de la autoinmolación, mezcla de narcisismo y absolución postrera, que permite tener a los individuos distraídos en ocupaciones absurdas, y con frecuencia inocuas, con la promesa de una redención ulterior que nunca llega. El credo del esfuerzo es una forma de sojuzgarnos a cambio de nada, una disciplina autoritaria como otra cualquiera.
Y es que, por cada 99 esforzados que no consiguen legarnos nada estimable, hay 1 esmerado que nos hace ver la luz.
José Luis Trullo