Con mis muertos
Hace mucho que no hacemos una visita al tío Enrique. Conducía el coche por la calle El candil cuando ella miró hacia el portal y dijo aquello. Entraron los nubarrones que amenazaban lluvia en mi ánimo. Ya había dado síntomas antes, pero era evidente, tras la observación, que algo no iba bien. El tío Enrique llevaba muerto más de cinco años. No quise advertirla de su error por no darle el disgusto. Fue la primera de las ocasiones en que no dije nada cuando sacaba un cadáver a pasear. Marina parecía muy cómoda trayéndolos a nuestra vida. ¿Qué te pareció el modelito de Sonia?, repetía la pregunta diez años más tarde de la ocasión en que mi secretaria se presentó a trabajar equipada como para ir al Polo Norte. ¡Cómo se rio Marina! Le dolía el estómago de tanto reír. Y es que, aunque ella lo negara, la comían la envidia y los celos por dentro. Sonia murió de manera tonta: se asfixió con un hueso de pollo, y si no hubiera sido porque recordárselo habría supuesto el reconocimiento de su desvarío, esta circunstancia habría hecho reír a Marina hasta llorar.
Esta tarde, cuando ella quitaba las hojas mustias de sus plantas en el corredor y yo leía el periódico y fumaba, ha apartado con una mano el humo del cigarro mientras decía, refiriéndose a una consulta de hace seis años, que debía hacer caso al doctor y tomarme en serio lo de dejar el tabaco. Bien claro lo ha dicho: «Esas manchas en el pulmón no me gustan un pelo». Y ahí, me ha rematado.
Cicatrices
Había tardes en las que le dolían las puntas de los dedos de tanta aguja e hilo. De tanto remiendo, en definitiva. Así es la vida, se decía. Cada herida requiere unas puntadas precisas para que cicatrice bien. Hasta hacía poco, no se había parado a calcular cuánto hilo había gastado a lo largo de todos los años. De lo que estaba segura era de que serían muchos metros. Tal vez kilómetros. Restañar. Como aquellos cántaros a los que un golpe les dejaba una culebra en la panza. Su madre llamaba al lañador y dejaba aquella especie de travesaños, como si se tratara de una escalera por la que subir a la boca de la vasija y echar un trago de agua fresca. Duraban más que los nuevos porque era materia dañada y había que tratarla con cuidado. Ennegrecían con el humo cada vez que se arrimaban a la candela para tener agua caliente para el baño, cuando aún no existían los grifos que abrieran el caudal de agua fría o caliente. A ella le gustaba ese candelorio de ramitas que chisporroteaban y encendían los troncos. El humo se enredaba en su pelo y se quedaba ahí, con aroma a madera, hasta que el jabón casero se lo llevaba. Con las formas caprichosas de las llamas y las ascuas reposando en el hogar, solía hacer castillos y palacios imaginarios mientras la madre la desnudaba. Aquel rito de sábados de limpieza de cuerpo y casa, la dejaba con la sensación de que se había desprendido de una costra e iba más liviana. Al menos hasta el domingo, cuando la tarde se desplomaba entera sobre su ánimo. La vida debe acabar así, se decía mientras cosía una tristeza inexplicable.
Dejó la casa una primavera, cuando el jazminero del patio se abrió de flores. Empujó con cuidado la cancela que la separaba de la calle, para que no chirriara y despertara los fantasmas familiares, y comenzó a caminar por la acera brillante, recién lavada, de camino a la estación. Atrás quedaba su infancia y adolescencia. Hora de una vida nueva.
Ecografía entrañable de la corrupción
Evisceración.
Horror vacui
Me despertaba y ahí estaba el león rugiendo y mostrándome las fauces, a un palmo de mi cara, con su aliento a carne cruda. Hora de levantarme de la siesta. En cuanto me incorporaba, él se iba por donde había venido. Luego la tarde discurría plácida. Un paseo por la orilla del mar, la partida de cartas y de vuelta a casa. Pero hace días que me despierto de golpe, angustiado. Abro los ojos y escudriño la penumbra de la habitación. Nada.
A la hora señalada
Hace rato que cantó el gallo y no consigo despertarme. Lo oigo subir por la calle. Cada vez más cerca, el cortejo fúnebre.
Rebelión
La piedra impactó de lleno. El rótulo luminoso se destripó sobre la acera. Los indignados derribaron la puerta de una embestida. Admiraron la delicadeza de los frascos que reposaban en las estanterías. Su colorido. Las esencias que adormecían los instintos más salvajes y daban jaque mate a la desesperación. Reconocieron sus sueños, malvendidos a usureros, y se los llevaron. En su lugar dejaron todas sus pesadillas.
Lola Sanabria nació en Villanueva del Rey (Córdoba), "en una casa grande, llena de gente. Años de infancia y adolescencia donde germinaron las primeras historias". Trabaja como Técnico Auxiliar en Centros Ocupacionales con personas con discapacidad intelectual, y en Centros de Menores. Ha ganado algunos premios literarios (las ediciones 2012 y 2013 del Premio de Relato Policíaco de la Semana Negra de Gijón, o el segundo premio del 58 Concurso de Cuentos Gabriel Miró, por citar algunos). Relatos y microrrelatos suyos han sido publicados en De Antología (la logia del microrrelato), antologada por Rosana Alonso y Manu Espada, editada por Talentura; en la revista Confluencia de la Universidad del Norte de Colorado y en otras antologías. En el 2013 publicó un libro en solitario, editado por Talentura, titulado «Partículas en suspensión».