Xavier Blanco Luque (1965) nació y vive en Barcelona, pero es en Mataró donde habitan su recuerdos de infancia y juventud. Tiene tres hijos. Profesionalmente se dedica a otras cosas, pero lo que más le gusta es escribir. Desde 2011 mantiene su blog Caleidoscopio. Sus microrrelatos han sido incluidos en varias antologías y recopilatorios, entre ellas De antología: la logia del microrrelato (Talentura, 2013) y Despojos del Rec (Bombín rojo, 2014). En 2015 público su primer libro de microrrelatos, Todo es mentira.Y sin embargo, editado por Talentura Libros.
El accidente
El niño había ensayado, sin descanso, su papel en la obra. Una tarde tras otra, frente al espejo, había memorizado cada una de las palabras, cada uno de los gestos. También las risas.
Ahora imaginen el estreno: la platea llena de padres y madres arrellanados en el terciopelo rojo de los sillones; se abre el telón, un haz de luz ilumina el escenario, pero no hay aplausos, ni discursos de bienvenida. Todo es penumbra. Rasguean las cuerdas de un violín que solloza incansable. Y después nada. Sólo un silencio gastado y ese maldito foco alumbrando una corona de flores.
Desahucio
Una sombra trajeada recorre las estancias inventariando enseres: una mesa, tres niños, un oso de peluche, cuatro miradas perdidas...
La mujer sigue tendida en el suelo, pero ya no ofrece más resistencia que su mudez. Dos operarios vacían la vivienda. Después, cómo si la casa fuera una servilleta, doblan en cuatro las paredes desnudas, las introducen en un sobre y cierran el expediente. No queda nada, sólo el vacío pintado de gris, y allí, suspendidos en el aire, la mujer y los pequeños. Inmóviles. Cómo si el futuro no se hubiera dado por aludido. Cómo si los recuerdos murieran más tarde.
Paquetes
De la rutina insípida de su oficina se olvida pronto: el tiempo que tarda en llegar a casa. Con una sonrisa en los ojos apura las últimas zancadas, traspasa el umbral y abre el buzón. Nada. Hace meses que fantasea con ese último paquete. Meses construyendo, en el patio, la piscina, la isla y luego la palmera. Especula que, tal vez, le han engañado. Que no importa. Que él ya es feliz. Que, acaso, solo necesite un poco de compañía. Que debería aceptar ese cachorro de dálmata que ofrece el vecino. Que, cualquier día, aparecerá el cartero con el paquete y, dentro, vendrá la sirena. Quizás mañana.
Papiroflexia
Mamá se pasa el año cocinando, limpiando la casa, comprando, también plancha y nos ayuda en las tareas escolares. Papá llega y se sienta en el sofá. Este año hemos alquilado un apartamento en la playa. Ayer estábamos cenando y mamá dejó de servir la sopa, nos miró a los tres y empezó a contorsionarse: primero flexionó los brazos, luego se inclinó, se volvió de espaldas, dio un giro y después otro. Se desplegó, hizo otra contorsión y una vuelta completa, hasta acabar convertida en una garza de papel. Ahora sobrevuela las azoteas mientras papá la persigue, lloroso, en bicicleta.
En el orfanato
Las tardes de los domingos se repiten. Formados en el patio, por sexo y por edades. Me colocan el primero por ser el mayor y, también, porque soy ciego. La niña tonta permanece inmóvil, sentada en el zaguán. Los chavales se ríen y la faltan. Dicen que tiene cara de bruja, piel ahumada y ojos de arándanos. Luego, esas gentes de ciudad nos hurgan y olfatean. Cuando la suerte acompaña, uno de nosotros recoge sus cosas, dice adiós y marcha para siempre. Entonces el domingo acaba antes y todos, menos la niña tonta, lloran. Yo tampoco.
Como si no supiéramos.
El abuelo
Suspiró profundamente y recogió dos cubiertos, un tenedor y una cuchara, que habían germinado junto a las zanahorias. Esa misma tarde reemprendió el experimento: plantó una flauta, tres partituras y un do sostenido. Luego se sentó en el porche y empezó a silbar. Lo miramos con ojos de rutina. Durante meses abonó la tierra, regó los surcos y arrancó, incansable, las malas hierbas. Una mañana nos despertó con sus gritos; nadie entendía su corretear gallináceo, su euforia desmedida. Nos arrastró hacia los ventanales y abrió el portalón. Desde allí pudimos contemplar, fascinados, como había brotado, en medio del huerto, un imponente piano de cola.
Santiago Gil: el nombre de los ausentes
Cada mañana escribía en un pequeño papel que luego se metía en el bolsillo, el nombre de alguno de sus muertos más queridos. Lo llevaba a todas partes y de vez en cuando recordaba la cara y los gestos del ausente. Al llegar la noche quemaba el papel y lo volvía a convertir en cenizas.
Tres micros de Alberto Sánchez Arguello
Caperucita se despidió de la abuela, apretó fuerte la canasta de comida y el fajo de dólares bajo su falda y se fue. Pasó un río amarrada a un neumático. Casi se mata al caerse del techo de un tren en movimiento. Recorrió un desierto a través de infinitos túneles de tuberías oxidadas y malolientes.
Ocho micros de Elisa de Armas
Cada vez que termina un poema pliega el papel, forma una pajarita y la arroja por la ventana. Casi todas terminan en el suelo, arrugadas y polvorientas. Solo algunas, las portadoras de auténtica poesía, agitan las alas y se pierden en el horizonte.
Seis micros de Esther Andradi
Mi cara se parece cada vez más a una pasa. Las arrugas me visten la sonrisa de lomo de tortuga, el llanto de crisálida, la seriedad de pasa nomás. Por eso bebo tanto. Para macerarme en alcohol y así poder tragarme. Lástima que no puedo sobornar al espejo. Pero quizá termine disolviéndome en saliva, acogiéndome al privilegio de las hostias.
Gilda Manso: El viajero y otro micro
El hombre diminuto que vive desde siempre adentro del reloj de arena y el hombre no tan diminuto que vive desde siempre adentro del vientre de la ballena tienen algo en común: ambos creen que eso que ven es todo el mundo.
Tres micros de Javier Ximens
Las figuras del ajedrez, en perfecta ordenación, son ejércitos dispuestos a matarse por defender a su rey. Cuánto más me gustan tras la partida, amontonadas en la caja, las fichas mezcladas, ya sean blancas o negras, al margen del rango y sexo, tumbadas unas sobre otras, en una hermosa orgía bicolor.
Seis micros de Francesc Barberá Pascual
Todo empezó cuando me trasplantaron las dos manos. En tan solo dos semanas ya era capaz de escribir y manipular objetos casi con normalidad. Sin embargo, aquello no era lo más asombroso. Al poco tiempo descubrí que podía tocar el piano, a pesar de no haberlo hecho en mi vida. Luego me pasó lo mismo con los malabares y la papiroflexia. Incluso llegué a hacer algún truco de magia.
Once micros de Sandro W. Centurión
La viste y enseguida supiste que matarías por ella. Te miró, y de inmediato supo que podría hacerte matar a quien quisiera.
Entrevista a Clara Obligado
Valeria Correa Fiz entrevista a Claro Obligado, reputada autora de microficciones y divulgadora del género a través de antologías y talleres literarios de merecida fama nacional e internacional.